viernes, 29 de junio de 2007

PARA REFLEXIONAR

Pocas profesiones han tenido a través de la historia más alternativas de aprecio y desprecio social como la del abogado. Pero la sociedad ha renovado su confianza en los hombres que la sirven". Ángel Ossorio, en su obra El Alma de la Toga, nos advertía ya a principios de siglo: "Urge reivindicar el concepto de abogado. Tal cual hoy se entiende, los que en verdad lo somos, participamos de honores que no nos corresponden y de vergüenzas que no nos afectan..., lo que al abogado importa no es saber Derecho, sino conocer de la vida. El derecho positivo está en los libros. Se buscan, se estudian y en paz. Pero lo que la vida reclama no está escrito en ninguna parte. Quien tenga previsión, serenidad, amplitud de miras y de sentimientos para advertirlo, será abogado; quien no tenga más inspiración ni más guía que las leyes, será un mero ganapán". Las afirmaciones anotadas nos llevan a pensar que pareciera que nuestra profesión es fruto de una permanente crisis; crisis que nos sugiere, cuando aprendemos de ella, que es mejor, mucho mejor lograr el anhelado pero siempre huidizo equilibrio en las cosas antes que vivir estultamente en los extremos; crisis que siendo parte de la vida misma nos invita a cavilar acerca de la función trascendente que cumplimos en la sociedad, en donde el hombre necesita otorgar un sentido, un norte ético y moral a su existencia, para sentirse a gusto, pleno, él mismo. La crisis referida nos recuerda las acciones siempre presentes de escarnio y censura, pero también aquellas otras que llegan incluso a exaltarnos como héroes; algunas veces somos vilipendiados públicamente, pero hay otras en que somos gala de ostentosos reconocimientos. Nuestra profesión es fruto, al igual que toda la existencia, de las vicisitudes que originan el dolor y la congoja provenientes de la pérdida responsable de un caso encomendado, así como también de la alegría y trascendencia axiológica que generan el resultado de la labor esforzada en aras de la obtención de justicia. Y es aquí en donde el abogado juega un papel si no trascendental, muy importante en el medio social en donde ejerce la profesión, por cuanto por su estudio profesional deambulan los más caros y sentidos valores del alma de aquellos que buscan su sabio y oportuno consejo en pos de obtención de justicia. Para servirla no basta la intervención amorfa y avalórica de un mero gana pan, como lo expresaba allá por el año 1916 Ángel Ossorio. Se requiere indudablemente un hombre-mujer impregnado de los más acendrados principios y valores espirituales que no los proporciona sólo el hecho de constituirse en un erudito de las leyes, sino de todo el cúmulo de enseñanzas y sabiduría que nos lega la vida.

Quien sepa poco o nada de la vida no podrá ser buen abogado, ni mucho menos concurrir a otorgar luces en su conocimiento a la sociedad. Porque la vida es infinitamente más que el hecho de saber leyes. Y quien sabe de la vida sabe también la enorme importancia de respetar las normas éticas y morales, aun a costa de renuncias y arduos sacrificios. Por eso es que, inmersos en la vida, la ética de la profesión nos invita a concluir que ante la victoria, cuanto como ante la adversidad, el abogado debe estar posesionado de sólidos valores éticos y morales por los cuales debe luchar inclaudicablemente. No debe temer a la verdad, más bien debe trabajar por encontrarla y develarla. No debe cejar ante la adversidad. Su obligación es luchar contra las malas artes, siempre presentes en las acciones de aquellos que sólo se han constituido en meros ganapán. Serán lo nobles y más puros valores del alma, cimentados en la vida misma en su máxima plenitud y no en sus aspectos fraccionados, los que motivarán un acercamiento cada vez mayor a la justicia, que si bien la proporciona en las relaciones humanas el juez, no es menos cierto que debe ser la función del abogado la llamada a que se le aplique al caso en específico. Cuando la crisis de la que más arriba hablábamos se llega a producir, es cuando echamos de menos la existencia de un organismo rector y con imperio suficiente para juzgar y sancionar a sus pares. Es el momento de motivar soluciones adecuadas y oportunas. Y estas no tienen sino respuesta en el recuerdo del huidizo equilibrio cuyos fundamentos estriban en un sistema ético y moral que, como brújula inexorable, ha guiado y seguirá conduciendo la conducta humana. Porque la verdad es que en un mundo estigmatizado por el consumismo, en el cual se nos vienen encima, sin piedad ni tregua algunas y día a día, los medios de comunicación social azotándonos virtualmente con tanta propaganda mercantilista, es hora de detenerse a pensar en el sentido axiológico que debemos dar a la vida, y, por ende, a nuestra querida profesión de abogado. Por eso es que la función del abogado trasciende su esfera particular, por cuanto la acción y efectos de su conducta se mueven en el interés superior de la justicia. Y si la obtiene por el camino de la virtud y de los valores morales anotados, será la sociedad toda quien gane.!!!

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